viernes, 8 de mayo de 2015

MANIFIESTO DE CARTAGENA

Manifiesto de Cartagena 


Memoria dirigida a los ciudadanos de la Nueva Granada 
por un caraqueño. 

15 de diciembre de 1812 

[Conciudadanos] 

Libertar a la Nueva Granada de la suerte de Venezuela y redimir a ésta de la que padece, 
son los objetos que me he propuesto en esta memoria. Dignaos, oh mis conciudadanos, 
de aceptarla con indulgencia en obsequio de miras tan laudables. 

Yo soy, granadinos, un hijo de la infeliz Caracas, escapado prodigiosamente de en 
medio de sus ruinas físicas y políticas, que siempre fiel al sistema liberal y justo que 
proclamó mi patria, he venido a seguir los estandartes de la independencia, que tan 
gloriosamente tremolan en estos Estados. 

Permitirme que animado de un celo patriótico me atreva a dirigirme a vosotros, para 
indicaros ligeramente las causas que condujeron a Venezuela a su destrucción, 
lisonjiándome que las terribles y ejemplares lecciones que ha dado aquella extinguida 
República, persuadan a la América a mejorar su conducta, corrigiendo los vicios de 
unidad, solidez y energía que se notan en sus gobiernos. 

El más consecuente error que cometió Venezuela al presentarse en el teatro político fue, 
sin contradicción, la fatal adopción que hizo del sistema tolerante; sistema improvisado 
como débil y ineficaz, desde entonces, por todo el mundo sensato, y tenazmente 
sostenido hasta los últimos períodos, con una ceguedad sin ejemplo. 

Las primeras pruebas que dio nuestro gobierno de su insensata debilidad, las manifestó 
con la ciudad subalterna de Coro, que denegándose a reconocer su legitimidad, la 
declaró insurgente, y la hostilizó como enemigo. La Junta Suprema en lugar de 
subyugar aquella indefensa ciudad, que estaba rendida con presentar nuestras fuerzas 
marítimas delante de su puerto, la dejó fortificar y tomar una actitud tan respetable que 
dejó subyugar después la confederación entera, con casi igual facilidad que la que 
teníamos nosotros anteriormente para vencerla, fundando la Junta su política en los 
principios de humanidad mal entendida que no autorizan a ningún gobierno para ser por 
la fuerza libres a los pueblos estúpidos que desconocen el valor de sus derechos. 

Los códigos que consultaban nuestros magistrados no eran los que podían enseñarles la 
ciencia práctica del Gobierno, sino los que han formado ciertos buenos visionarios que, 
imaginándose repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, 
presuponiendo la perfectibilidad del linaje humano. Por manera que tuvimos filósofos 
por jefes, filantropía por legislación, dialéctica por táctica, y sofistas por soldados. Con 
semejante subversión de principios y de cosas, el orden social se sintió extremadamente 
conmovido, y desde luego corrió el Estado a pasos agigantados a una disolución 
universal que bien pronto se vio realizada. 


De aquí nació la impunidad de los delitos de Estado cometidos descaradamente por los 
descontentos, y particularmente por nuestros natos e implacables enemigos los 
españoles europeos, que maliciosamente se habían quedado en nuestro país, para tenerlo 
incesantemente inquieto y promover cuantas conjuraciones les permitían formar 
nuestros jueces, perdonándolos siempre, aun cuando sus atentados eran tan enormes, 
que se dirigían contra la salud pública. 

La doctrina que apoyaba esta conducta tenía su origen en las máximas filantrópicas de 
algunos escritores que defienden la no residencia de facultad en nadie para privar de la 
vida a un hombre, aun en el caso de haber delinquido éste en el delito de lesa patria. Al 
abrigo de esta piadosa doctrina, a cada conspiración sucedía un perdón, y a cada perdón 
sucedía otra conspiración que se volvía a perdonar; porque los gobiernos liberales deben 
distinguirse por la clemencia. ¡Clemencia criminal, que contribuyó más que nada a 
derribar la máquina que todavía habíamos enteramente concluido! 

De aquí vino la oposición decidida a levantar tropas veteranas, disciplinadas y capaces 
de presentarse en el campo de batalla, ya instruidas, a defender la libertad con suceso y 
gloria. Por el contrario, se establecieron innumerables cuerpos de milicias 
indisciplinadas, que además de agotar las cajas del erario nacional con los sueldos de la 
plana mayor, destruyeron la agricultura, alejando a los paisanos de sus lugares e 
hicieron odioso el Gobierno que obligaba a éstos a tomar las armas y a abandonar sus 
familias. 

Las repúblicas, decían nuestros estadistas, no han menester de hombres pagados para 
mantener su libertad. Todos los ciudadanos serán soldados cuando nos ataque el 
enemigo. Grecia, Roma, Venecia, Génova, Suiza, Holanda, y recientemente el Norte de 
América, vencieron a sus contrarios sin auxilio de tropas mercenarias siempre prontas a 
sostener el despotismo y a subyugar a sus conciudadanos. 

Con estos antipolíticos e inexactos raciocinios fascinaban a los simples; pero no 
convencían a los prudentes que conocían bien la inmensa diferencia que hay entre los 
pueblos, los tiempos y las costumbres de aquellas repúblicas y las nuestras. Ellas, es 
verdad que no pagaban ejércitos permanentes; mas era porque en la antigüedad no los 
había, y sólo confiaban la salvación y la gloria de los Estados, en sus virtudes políticas, 
costumbres severas y carácter militar, cualidades que nosotros estamos muy distantes de 
poseer. Y en cuanto a las modernas que han sacudido el yugo de sus tiranos, es notorio 
que han mantenido el competente número de veteranos que exige su seguridad; 
exceptuando al Norte de América, que estando en paz con todo el mundo y guarnecido 
por el mar, no ha tenido por conveniente sostener en estos últimos años el completo de 
tropa veterana que necesita para la defensa de sus fronteras y plazas. 

El resultado probó severamente a Venezuela el error de su cálculo, pues los milicianos 
que salieron al encuentro del enemigo, ignorando hasta el manejo del arma, y no 
estando habituados a la disciplina y obediencia, fueron arrollados al comenzar la última 
campaña, a pesar de los heroicos y extraordinarios esfuerzos que hicieron sus jefes por 
llevarlos a la victoria. Lo que causó un desaliento general en soldados y oficiales, 
porque es una verdad militar que sólo ejércitos aguerridos son capaces de sobreponerse 
a los primeros infaustos sucesos de una campaña. El soldado bisoño lo cree todo 
perdido, desde que es derrotado una vez, porque la experiencia no le ha probado que el 
valor, la habilidad y la constancia corrigen la mala fortuna. 


La subdivisión de la provincia de Caracas, proyectada, discutida y sancionada por el 
Congreso Federal, despertó y fomentó una enconada rivalidad en las ciudades y lugares 
subalternos, contra la capital; ?la cual, decían los congresales ambiciosos de dominar en 
sus distritos, era la tirana de las ciudades y la sanguijuela del Estado?. De este modo se 
encendió el fuego de la guerra civil en Valencia, que nunca se logró apagar con la 
reducción de aquella ciudad; pues conservándolo encubierto, lo comunicó a las otras 
limítrofes, a Coro y Maracaibo; y éstas entablaron comunicaciones con aquéllas, 
facilitaron, por este medio, la entrada de los españoles que trajo consigo la caída de 
Venezuela. 

La disipación de las rentas públicas en objetos frívolos y perjudiciales, y 
particularmente en sueldos de infinidad de oficinistas, secretarios, jueces, magistrados, 
legisladores, provinciales y federales, dio un golpe mortal a la República, porque la 
obligó a recurrir al peligroso expediente de establecer el papel moneda, sin otras 
garantías que las fuerzas y las rentas imaginarias de la confederación. Esta nueva 
moneda pareció a los ojos de los más, una violación manifiesta del derecho de 
propiedad, porque se conceptuaban despojados de objetos de intrínseco valor, en 
cambio de otros cuyo precio era incierto y aun ideal. El papel moneda remató el 
descontento de los estólidos pueblos internos, que llamaron al comandante de las tropas 
españolas, para que viniese a librarlos de una moneda que veían con más horror que la 
servidumbre. 

Pero lo que debilitó más el Gobierno de Venezuela fue la forma federal que adoptó, 
siguiendo las máximas exageradas de los derechos del hombre, que autorizándolo para 
que se rija por S mismo, rompe los pactos sociales y constituye a las naciones en 
anarquía. Tal era el verdadero estado de la Confederación. Cada provincia se gobernaba 
independientemente; y a ejemplo de éstas, cada ciudad pretendía iguales facultades 
alegando la práctica de aquéllas, y la teoría de que todos los hombres y todos los 
pueblos gozan de la prerrogativa de instituir a su antojo el gobierno que les acomode. 

El sistema federal, bien que sea el más perfecto y más capaz de proporcionar la felicidad 
humana en sociedad, es, no obstante, el más opuesto a los intereses de nuestros 
nacientes estados. Generalmente hablando, todavía nuestros conciudadanos no se hallan 
en aptitud de ejercer por S mismos y ampliamente sus derechos; porque carecen de las 
virtudes políticas que caracterizan al verdadero republicano; virtudes que no se 
adquieren en los gobiernos absolutos, en donde se desconocen los derechos y los 
deberes del ciudadano. 

Por otra parte, ¿qué país del mundo, por morigerado y republicano que sea, podrá, en 
medio de las facciones intestinas y de una guerra exterior, regirse por un gobierno tan 
complicado y débil como el federal? No es posible conservarlo en el tumulto de los 
combates y de los partidos. Es preciso que el Gobierno se identifique, por decirlo así, el 
carácter de las circunstancias, de los tiempos y de los hombres que lo rodean . Si éstos 
son prósperos y serenos, él debe ser dulce y protector; pero si con calamitosos y 
turbulentos, él debe mostrarse terrible y armarse de una firmeza igual a los peligros, sin 
atender a las leyes, ni constituciones, ínterin no se restablece la felicidad y la paz. 

Caracas tuvo mucho que padecer por defecto de la confederación, que lejos de 
socorrerla le agotó sus caudales y pertrechos; y cuando vino el peligro la abandonó a su 


suerte, sin auxiliarla con el menor contingente. Además, le aumentó sus embarazos 
habiéndose empeñado una competencia entre el poder federal y el provincial, que dio 
lugar a que los enemigos llegasen al corazón del Estado, antes que se resolviese la 
cuestión de si deberían salir las tropas federales o provinciales, o rechazarlos cuando ya 
tenían ocupada una gran porción de la Provincia. Esta fatal contestación produjo una 
demora que fue terrible para nuestras armas. Pues las derrotaron en San Carlos sin que 
les llegasen los refuerzos que esperaban para vencer. 

Yo soy de sentir que mientras no centralicemos nuestros gobiernos americanos, los 
enemigos obtendrán las más completas ventajas; seremos indefectiblemente envueltos 
en los horrores de las disensiones civiles, y conquistados vilipendiosamente por ese 
puñado de bandidos que infestan nuestras comarcas. 

Las elecciones populares hechas por los rústicos del campo y por los intrigantes 
moradores de las ciudades, añaden un obstáculo más a la práctica de la federación entre 
nosotros, porque los unos son tan ignorantes que hacen sus votaciones maquinalmente, 
y los otros tan ambiciosos que todo lo convierten en facción; por lo que jamás se vio en 
Venezuela una votación libre y acertada, lo que ponía al gobierno en manos de hombres 
ya desafectos a la causa, ya ineptos, ya inmorales. El espíritu de partido decidía en todo, 
y por consiguiente nos desorganizó más de lo que las circunstancias hicieron. Nuestra 
división, y no las armas españolas, nos tornó a la esclavitud. 

El terremoto del 26 de marzo trastornó, ciertamente, tanto lo físico como lo moral, y 
puede llamarse propiamente la causa inmediata de la ruina de Venezuela; mas este 
mismo suceso habría tenido lugar, sin producir tan mortales efectos, si Caracas se 
hubiera gobernado entonces por una sola autoridad, que obrando con rapidez y vigor 
hubiese puesto remedio a los daños, sin trabas ni competencias que retardando el efecto 
de las providencias dejaban tomar al mal un incremento tan grande que lo hizo 
incurable. 

Si Caracas, en lugar de una confederación lánguida e insubsistente, hubiese establecido 
un gobierno sencillo, cual lo requería su situación política y militar, tú existieras ¡Oh 
Venezuela! y gozaras hoy de tu libertad. 

La influencia eclesiástica tuvo, después del terremoto, una parte muy considerable en la 
sublevación de los lugares y ciudades subalternas, y en la introducción de los enemigos 
en el país, abusando sacrílegamente de la santidad de su ministerio en favor de los 
promotores de la guerra civil. Sin embargo, debemos confesar ingenuamente que estos 
traidores sacerdotes se animaban a cometer los execrables crímenes de que justamente 
se les acusa porque la impunidad de los delitos era absoluta, la cual hallaba en el 
Congreso un escandaloso abrigo, llegando a tal punto esta injusticia que de la 
insurrección de la ciudad de Valencia, que costo su pacificación cerca de mil hombres, 
no se dio a la vindicta de las leyes un solo rebelde, quedando todos con vida, y los mas 
con sus bienes. 

De lo referido se deduce que entre las causas que han producido la caída de Venezuela, 
debe colocarse en primer lugar la naturaleza de su constitución, que, repito, era tan 
contraria a sus intereses como favorables a los de sus contrarios. En segundo, el espíritu 


de misantropía que se apoderó de nuestros gobernantes. Tercero: la oposición al 
establecimiento de un cuerpo militar que salvase la República y repeliese los choques 
que le daban los españoles. Cuarto: El terremoto acompañado del fanatismo que logró 
sacar de este fenómeno los más importantes resultados; y últimamente las facciones 
internas que en realidad fueron el mortal veneno que hicieron descender la patria al 
sepulcro. 

Estos ejemplos de errores e infortunios no serán enteramente inútiles para los pueblos 
de la América meridional, que aspiran a la libertad e independencia. 

La Nueva Granada ha visto sucumbir a Venezuela; por consiguiente debe evitar los 
escollos que han destrozado a aquella. A este efecto presento como una medida 
indispensable para la seguridad de la Nueva Granada la reconquista de Caracas. A 
primera vista parecerá este proyecto inconducente, costoso y quizá impracticable; pero 
examinando atentamente con ojos previsivos, y una meditación profunda, es imposible 
desconocer su necesidad como dejar de ponerlo en ejecución, probada la utilidad. 

Lo primero que se presenta en apoyo de esta operación es el origen de la destrucción de 
Caracas, que no fue otro que el desprecio con que miró aquella ciudad la existencia de 
un enemigo que parecía pequeño, y no lo era considerándolo en su verdadera luz. 

Coro ciertamente no habría podido nunca entrar en competencia con Caracas, si la 
comparamos, en sus fuerzas intrínsecas, con ésta; más como en el orden de las 
vicisitudes humanas no es siempre la mayoría de la masa física la que decide, sino que 
es la superioridad de la fuerza moral la que inclina hacia sí la balanza política, no debió 
el Gobierno de Venezuela, por esta razón, haber descuidado la extirpación de un 
enemigo, que aunque aparentemente débil tenía por auxiliares a la Provincia de 
Maracaibo; a todas las que obedecen a la Regencia; el oro y la cooperación de nuestros 
eternos contrarios, los europeos que viven con nosotros; el partido clerical, siempre 
adicto a su apoyo y compañero el despotismo; y sobre todo, la opinión inveterada de 
cuantos ignorantes y supersticiosos contienen los límites de nuestros estados. Así fue 
que apenas hubo un oficial traidor que llamase al enemigo, cuando se desconcertó la 
máquina política, sin que los inauditos y patrióticos esfuerzos que hicieron los 
defensores de Caracas, lograsen impedir la caída de un edificio ya desplomado por el 
golpe que recibió de un solo hombre. 

Aplicando el ejemplo de Venezuela a la Nueva Granada y formando una proporción, 
hallaremos que Coro es a Caracas como Caracas es a la América entera; 
consiguientemente el peligro que amenaza a este país está en razón de la anterior 
progresión, porque poseyendo la España el territorio de Venezuela, podrá con facilidad 
sacarle hombres y municiones de boca y guerra, para que bajo la dirección de jefes 
experimentados contra los grandes maestros de la guerra, los franceses, penetren desde 
las Provincias de Barinas y Maracaibo hasta los últimos confines de la América 
meridional. 

La España tiene en el día gran número de oficiales generales, ambiciosos y audaces, 
acostumbrados a los peligros y a las privaciones, que anhelan por venir aquí, a buscar 
un imperio que reemplace el que acaban de perder. 


Es muy probable que al expirar la Península, haya una prodigiosa emigración de 
hombres de toda clase, y particularmente de cardenales, arzobispos, obispos, canónigos 
y clérigos revolucionarios, capaces de subvertir, no sólo nuestros tiernos y lánguidos 
estados, sino de envolver el Nuevo Mundo entero en una espantosa anarquía. La 
influencia religiosa, el imperio de la dominación civil y militar, y cuantos prestigios 
pueden obrar sobre el espíritu humano, serán otros tantos instrumentos de que se 
valdrán para someter estas regiones. 


Nada se opondrá a la emigración de España. Es verosímil que la Inglaterra proteja la 
evasión de un partido que disminuye en parte las fuerzas de Bonaparte en España, y trae 
consigo el aumento y permanencia del suyo en América. La Francia no podrá impedirla; 
tampoco Norteamérica; y nosotros menos aún pues careciendo todos de una marina 
respetable, nuestras tentativas serán vanas. 


Estos tránsfugos hallarán ciertamente una favorable acogida en los puertos de 
Venezuela, como que vienen a reforzar a los opresores de aquel país y los habilitan de 
medios para emprender la conquista de los estados independientes. 


Levantarán quince o veinte mil hombres que disciplinarán prontamente con sus jefes, 
oficiales, sargentos, cabos y soldados veteranos. A este ejército seguirá otro todavía más 
temible de ministros, embajadores, consejeros, magistrados, toda la jerarquía 
eclesiástica y los grandes de España, cuya profesión es el dolo y la intriga, 
condecorados con ostentosos títulos, muy adecuados para deslumbrar a la multitud; que 
derramándose como un torrente, lo inundará todo arrancando las semillas y hasta las 
raíces del árbol de la libertad de Colombia. Las tropas combatirán en el campo; y éstos, 
desde sus gabinetes, nos harán la guerra por los resortes de la seducción y del fanatismo. 


Así pues, no queda otro recurso para precabernos de estas calamidades, que el de 
pacificar rápidamente nuestras provincias sublevadas, para llevar después nuestras 
armas contra las enemigas; y formar de este modo soldados y oficiales dignos de 
llamarse las columnas de la patria. 


Todo conspira a hacernos adoptar esta medida; sin hacer mención de la necesidad 
urgente que tenemos de cerrarle las puertas al enemigo, hay otras razones tan poderosas 
para determinarnos a la ofensiva, que sería una falta militar y política inexcusable, dejar 
de hacerlo. Nosotros nos hallamos invadidos, y por consiguiente forzados a rechazar al 
enemigo más allá de la frontera. Además, es un principio del arte que toda guerra 
defensiva es perjudicial y ruinosa para el que la sostiene; pues lo debilita sin esperanza 
de indemnizarlo; y que las hostilidades en el territorio enemigo siempre son 
provechosas, por el bien que resulta del mal del contrario; así, no debemos, por ningún 
motivo, emplear la defensiva. 


Debemos considerar también el estado actual del enemigo, que se halla en una posición 
muy crítica, habiéndoselas desertado la mayor parte de sus soldados criollos; y teniendo 
al mismo tiempo que guarnecer las patrióticas ciudades de Caracas, Puerto Cabello, La 
Guaira, Barcelona, Cumaná y Margarita, en donde existen sus depósitos, sin que se 
atrevan a desamparar estas plazas, por temor de una insurrección general en el acto de 



separarse de ellas. De modo que no sería imposible que llegasen nuestras tropas hasta 
las puertas de Caracas, sin haber dado una batalla campal. 

Es una cosa positiva que en cuanto nos presentemos en Venezuela, se nos agregan 
millares de valerosos patriotas, que suspiran por vernos parecer, para sacudir el yugo de 
sus tiranos y unir sus esfuerzos a los nuestros en defensa de la libertad. 

La naturaleza de la presente campaña nos proporciona la ventaja de aproximarnos a 
Maracaibo por Santa Marta, y a Barinas por Cúcuta. Aprovechemos, pues, instantes tan 
propicios; no sea que los refuerzos que incesantemente deben llegar de España, cambien 
absolutamente el aspecto de los negocios y perdamos, quizás para siempre, la dichosa 
oportunidad de asegurar la suerte de estos estados. El honor de la Nueva Granada exige 
imperiosamente escarmentar a esos osados invasores, persiguiéndolos hasta sus últimos 
atrincheramientos. Como su gloria depende de tomar a su cargo la empresa de marchar 
a Venezuela, a libertar la cuna de la independencia colombiana, sus mártires y aquel 
benemérito pueblo caraqueño, cuyos clamores sólo se dirigen a sus amados 
compatriotas los granadinos, que ellos aguardan con una mortal impaciencia, como a 
sus redentores. Corramos a romper las cadenas de aquellas víctimas que gimen en las 
mazmorras, siempre esperando su salvación de vosotros; no burléis su confianza; no 
seáis insensibles a los lamentos de vuestros hermanos. Id veloces a vengar al muerto, a 
dar vida al moribundo, soltura al oprimido, y libertad a todos. 

Cartagena de Indias, diciembre 15 de 1812. 

Simón Bolívar 

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