viernes, 8 de mayo de 2015

BIOGRAFÍA DE SIMÓN BOLIVAR

SIMÓN BOLÍVAR
            Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Ponte Palacios y Blanco, mejor conocido como Simón Bolívar 
Nace en CaracasCapitanía General de Venezuela,  el 24 de julio de 1783  y muere en —Santa MartaColombia, el 17 de diciembre de 1830) fue un militar y político venezolano; Libertador de Venezuela, Nueva Granada, Perú y fundador de las Repúblicas de Colombia y Bolivia. Fue una de las figuras más destacadas de la emancipación americana frente al Imperio español y contribuyó de manera decisiva a la independencia de las actuales BoliviaColombiaEcuadorPanamáPerú y Venezuela.

PENSAMIENTOS DEL LIBERTADOR


PENSAMIENTOS DEL LÍDER DE LA PATRIA
¡Bolívar siempre será eterno!
 1. Como amo la libertad tengo sentimientos nobles y liberales, y si suelo ser severo, es solamente con aquellos que pretenden destruirnos.
2. Para el logro del triunfo siempre ha sido indispensable pasar por la senda de los sacrificios.

3. ¡He proclamado la Libertad absoluta de los esclavos!

4. Amo la Libertad de la América más que mi gloria propia, y para conseguirla no he ahorrado 
sacrificios.

5. Los Estados Unidos parecen destinados por la providencia para plagar la América de miseria a nombre de la Libertad.

6. Prefiero el título de Ciudadano al de Libertador, porque éste emana de la guerra, aquel emana de las leyes.

7. Yo moriré como nací: desnudo.
8. Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca.

9. El arte de vencer se aprende en las derrotas.

10. ¡Colombianos! Mis últimos votos son por la felicidad de la patria. Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la Unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro.
Carta de Jamaica 
Contestación de un Americano Meridional a un caballero de esta isla 1 

Kingston, 6 de septiembre de 1815 

Me apresuro a contestar la carta del 29 del mes pasado que Vd. me hizo el honor de dirigirme, y que yo recibí con la mayor satisfacción. Sensible, como debo, al interés que Vd. ha querido tomar por la suerte de mi patria, afligiéndome con ella por los tormentos que padece, desde su descubrimiento hasta estos últimos periodos por parte de sus destructores los españoles, no siento menos el comprometimiento en que me ponen las solícitas demandas que Vd. me hace sobre los objetos más importantes de la política americana. 

Así, me encuentro en un conflicto, entre el deseo de corresponder a la confianza con que Vd. me favorece y el impedimento de satisfacerla, tanto por la falta de documentos y libros cuanto por los limitados conocimientos que poseo de un país tan inmenso, variado y desconocido como el Nuevo Mundo. En mi opinión es imposible responder a las preguntas con que Vd. me ha honrado. El mismo barón de Humboldt 2 , con su universalidad de conocimientos teóricos y prácticos, apenas lo haría con exactitud, porque aunque una parte de la estadística y revolución de América es conocida, me atrevo a asegurar que la mayor está cubierta de tinieblas y, por consecuencia, sólo se pueden ofrecer conjeturas más o menos aproximadas, sobre todo en lo relativo a la suerte futura y a los verdaderos proyectos de los americanos; pues cuantas combinaciones suministra la historia de las naciones, de otras tantas es susceptible la nuestra por su posición física, por las vicisitudes de la guerra y por los cálculos de la política. Como me conceptúo obligado a prestar atención a la apreciable carta de Vd., no menos que a sus filantrópicas miras, me animo a dirigirle estas líneas, en las cuales ciertamente no hallará Vd. las ideas luminosas que desea, mas sí las ingenuas expresiones de mis pensamientos.

 "Tres siglos ha —dice Vd.— que empezaron las barbaridades que los españoles cometieron en el grande hemisferio de Colón". Barbaridades que la presente edad ha rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a la perversidad humana; y jamás serían creídas por los críticos modernos, si constantes y repetidos documentos no testificasen estas infaustas verdades. El filantrópico obispo de Chiapas, el apóstol de la América, Las Casas, ha dejado a la posteridad una breve relación de ellas, extractadas de las sumarias que siguieron en Sevilla a los conquistadores, con el 1 El Libertador dirige esta carta al súbdito británico Henry Cullen, residenciado en Falmouth, cerca de Montego Bay, en la costa norte de Jamaica. 2 Alejando de Humboldt (1769-1859) estudió la población y los recursos naturales de Venezuela entre 1799 y 1800. Su descripción de nuestro país está incluida en la obra Viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente. testimonio de cuantas personas respetables había entonces en el Nuevo Mundo, y con los procesos mismos que los tiranos se hicieron entre sí, como consta por los más sublimes historiadores de aquel tiempo. Todos los imparciales han hecho justicia al celo, verdad y virtudes de aquel amigo de la humanidad, que con tanto fervor y firmeza denunció ante su gobierno y contemporáneos los actos más horrorosos de un frenesí sanguinario. ¡Con cuanta emoción de gratitud leo el pasaje de la carta de Vd. en que me dice que espera que “los sucesos que siguieron entonces a las armas españolas acompañen ahora a las de sus contrarios, los muy oprimidos americanos meridionales"! Yo tomo esta esperanza por una predicción, si la justicia decide las contiendas de los hombres. 

El suceso coronará nuestros esfuerzos porque el destino de la América se ha fijado irrevocablemente; el lazo que la unía a la España está cortado; la opinión era toda su fuerza; por ella se estrechaban mutuamente las partes de aquella inmensa monarquía; lo que antes las enlazaba, ya las divide; más grande es el odio que nos ha inspirado la Península, que el mar que nos separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes que reconciliar los espíritus de ambos países. El hábito a la obediencia; un comercio de intereses, de luces, de religión; una reciproca benevolencia; una tierna solicitud por la cuna y la gloria de nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra esperanza nos venía de España. De aquí nacía un principio de adhesión que parecía eterno, no obstante que la conducta de nuestros dominadores relajaba esta simpatía, o, por mejor decir, este apego forzado por el imperio de la dominación. Al presente sucede lo contrario: la muerte, el deshonor, cuanto es nocivo, nos amenaza y tememos; todo lo sufrimos de esa desnaturalizada madrastra. El velo se ha rasgado, ya hemos visto la luz y se nos quiere volver a las tinieblas, se han roto las cadenas; ya hemos sido libres y nuestros enemigos pretenden de nuevo esclavizarnos. Por lo tanto, la América combate con despecho, y rara vez la desesperación no ha arrastrado tras sí la victoria. Porque los sucesos hayan sido parciales y alternados, no debemos desconfiar de la fortuna. En unas partes triunfan los independientes mientras que los tiranos en lugares diferentes obtienen sus ventajas, y ¿cuál es el resultado final?, ¿no está el Nuevo Mundo entero, conmovido y armado para su defensa? Echemos una ojeada y observaremos una lucha simultánea en la inmensa extensión de este hemisferio. 

El belicoso estado de las provincias del Río de la Plata ha purgado su territorio y conducido sus armas vencedoras al Alto Perú 3 , conmoviendo a Arequipa e inquietando a los realistas de Lima. Cerca de un millón de habitantes disfruta allí de su libertad. El reino de Chile, poblado de 800.000 almas, está lidiando contra sus enemigos que pretenden dominarlo; pero en vano, porque los que antes pusieron un término a sus conquistas, los indómitos y libres araucanos, son sus vecinos y compatriotas; y su ejemplo sublime es suficiente para probarles que el pueblo que ama su independencia por fin la logra. El virreinato del Perú, cuya población asciende a millón y medio de habitantes, es sin duda el más sumiso y al que más sacrificios se le han arrancado para la causa del Rey; y bien que sean vanas las relaciones concernientes a aquella porción de América, es 3 Hoy República de Bolivia indudable que ni está tranquila, ni es capaz de oponerse al torrente que amenaza a las más de sus provincias. 

La Nueva Granada que es, por decirlo así, el corazón de la América, obedece a un gobierno general, exceptuando el reino de Quito, que con la mayor dificultad contienen sus enemigos por ser fuertemente adicto a la causa de su patria, y las provincias de Panamá y Santa Marta que sufren, no sin dolor, la tiranía de sus señores. Dos millones y medio de habitantes están esparcidos en aquel territorio, que actualmente defienden contra el ejército español bajo el general Morillo, que es verosímil sucumba delante de la inexpugnable plaza de Cartagena. Mas si la tomare será a costa de grandes pérdidas, y desde luego carecerá de fuerzas bastantes para subyugar a los morigerados y bravos moradores del interior. En cuanto a la heroica y desdichada Venezuela, sus acontecimientos han sido tan rápidos, y sus devastaciones tales, que casi la han reducido a una absoluta indigencia y a una soledad espantosa; no obstante que era uno de los más bellos países de cuantos hacían el orgullo de la América. Sus tiranos gobiernan un desierto; y sólo oprimen a tristes restos que, escapados de la muerte, alimentan una precaria existencia; algunas mujeres, niños y ancianos son los que quedan. Los más de los hombres han perecido por no ser esclavos, y los que viven, combaten con furor en los campos y en los pueblos internos, hasta expirar o arrojar al mar a los que, insaciables de sangre y de crímenes, rivalizan con los primeros monstruos que hicieron desaparecer de la América a su raza primitiva. Cerca de un millón de habitantes se contaba en Venezuela; y, sin exageración, se puede asegurar que una cuarta parte ha sido sacrificada por la tierra 4 , la espada, el hambre, la peste, las peregrinaciones; excepto el terremoto, todo resultado de la guerra. En Nueva España 5 había en 1808, según nos refiere el barón de Humboldt, 7.800.000 almas con inclusión de Guatemala 6 . Desde aquella época, la insurrección que ha agitado a casi todas las provincias ha hecho disminuir sensiblemente aquel cómputo, que parece exacto; pues más de un millón de hombres ha perecido, como lo podrá Vd. ver en la exposición de Mr. Walton, que describe con fidelidad los sanguinarios crímenes cometidos en aquel opulento imperio. 

Allí la lucha se mantiene a fuerza de sacrificios humanos y de todas especies, pues nada ahorran los españoles con tal que logren someter a los que han tenido la desgracia de nacer en este suelo, que parece destinado a empaparse con la sangre de sus hijos. A pesar de todo, los mexicanos serán libres porque han abrazado el partido de la patria, con la resolución de vengar a sus antepasados o seguirlos al sepulcro. Ya ellos dicen con Raynall: llegó el tiempo, en fin, de pagar a los españoles suplicios con suplicios y de ahogar esa raza de exterminadores en su sangre o en el mar. Las islas de Puerto Rico y Cuba que, entre ambas, pueden formar una población de 700 a 800.000 almas, son las que más tranquilamente poseen los españoles, porque están fuera del contacto de los independientes. Mas ¿no son americanos estos insulares? ¿No son vejados? ¿No desean su bienestar? 4 El comentario se refiere al terremoto ocurrido el 26 de marzo de 1812. 5 Hoy Estados Unidos Mexicanos. 6 Se refiere a la Capitanía General de Guatemala, formada por todo el territorio de América Central, a excepción de Panamá. Este cuadro representa una escala militar de 2.000 leguas de longitud y 900 de latitud en su mayor extensión, en que 16 millones de americanos defienden sus derechos o están oprimidos por la nación española, que aunque fue, en algún tiempo, el más vasto imperio del mundo, sus restos son ahora impotentes para dominar el nuevo hemisferio y hasta para mantenerse en el antiguo. ¿Y la Europa civilizada, comerciante y amante de la libertad, permite que una vieja serpiente, por sólo satisfacer su saña envenenada, devore la más bella parte de nuestro globo? ¡Qué! ¿Está la Europa sorda al clamor de su propio interés? ¿No tiene ya ojos para ver la justicia? ¿Tanto se ha endurecido, para ser de este modo insensible? Estas cuestiones, cuanto más lo medito, más me confunden; llego a pensar que se aspira a que desaparezca la América; pero es imposible, porque toda la Europa no es España. ¡Qué demencia la de nuestra enemiga, pretender reconquistar la América, sin marina, sin tesoro y casi sin soldados!, pues los que tiene, apenas son bastantes para retener a su propio pueblo en una violenta obediencia y defenderse de sus vecinos. Por otra parte, ¿podrá esta nación hacer el comercio exclusivo de la mitad del mundo, sin manufacturas, sin producciones territoriales, sin artes, sin ciencias, sin política? Lograda que fuese esta loca empresa; y suponiendo más aún, lograda la pacificación, los hijos de los actuales americanos, unidos con los de los europeos reconquistadores, ¿no volverían a formar dentro de veinte años los mismos patrióticos designios que ahora se están combatiendo? La Europa haría un bien a la España en disuadirla de su obstinada temeridad; porque a lo menos le ahorraría los gastos que expende y la sangre que derrama; a fin de que, fijando su atención en sus propios recintos, fundase su prosperidad y poder sobre bases más sólidas que las de inciertas conquistas, un comercio precario y exacciones violentas en pueblos remotos, enemigos y poderosos. 

La Europa misma, por miras de sana política, debería haber preparado y ejecutado el proyecto de la independencia americana; no sólo porque el equilibrio del mundo así lo exige; sino porque éste es el medio legítimo y seguro de adquirirse establecimientos ultramarinos de comercio. La Europa que no se halla agitada por las violentas pasiones de la venganza, ambición y codicia, como la España, parece que estaba autorizada por todas las leyes de la equidad a ilustrarla sobre sus bien entendidos intereses. Cuantos escritores han tratado la materia se acuerdan de esta parte. En consecuencia, nosotros esperábamos con razón que todas las naciones cultas se apresurarían a auxiliarnos, para que adquiriésemos un bien cuyas ventajas son reciprocas a entrambos hemisferios. Sin embargo, ¡cuán frustradas esperanzas! No sólo los europeos, pero hasta nuestros hermanos del norte se han mantenido inmóviles espectadores de esta contienda, que por su esencia es la más justa, y por sus resultados la más bella e importante de cuantas se han suscitado en los siglos antiguos y modernos, porque ¿hasta dónde se puede calcular la trascendencia de la libertad del hemisferio de Colón? "La felonía con que Bonaparte —dice Vd.— prendió a Carlos IV y a Fernando VII, reyes de esta nación, que tres siglos ha aprisionó con traición a dos monarcas de la América meridional, es un acto muy manifiesto de la retribución divina, y al mismo tiempo una prueba de que Dios sostiene la justa causa de los americanos y les concederá su independencia. " Parece que Vd. quiere aludir al monarca de México Montezuma, preso por Cortés y muerto, según Herrera, por el mismo, aunque Solís dice que por el pueblo; y a Atahualpa, Inca del Perú, destruido por Francisco Pizarro y Diego de Almagro. Existe tal diferencia entre la suerte de los reyes españoles y de los reyes americanos, que no admite comparación; los primeros son tratados con dignidad, conservados, y al fin recobran su libertad y trono; mientras que los últimos sufren tormentos inauditos y los vilipendios más vergonzosos. Si a Guatimozín, sucesor de Montezuma, se le trata como emperador y le ponen la corona, fue por irrisión y no por respeto; para que experimentase este escarnio antes que las torturas. Iguales a la suerte de este monarca fueron las del rey de Michoacán, Catzontzín; el Zipa de Bogotá y cuantos toquis, imas, zipas, ulmenes, caciques y demás dignidades indianas sucumbieron al poder español. El suceso de Fernando VII es más semejante al que tuvo lugar en Chile en 1535, con el ulmen de Copiapó, entonces reinante en aquella comarca. El español Almagro pretextó, como Bonaparte, tomar partido por la causa del legítimo soberano y, en consecuencia, llama al usurpador, como Fernando lo era en España; aparenta restituir al legítimo a sus estados, y termina por encadenar y echar a las llamas al infeliz ulmen, sin querer ni aun oír su defensa. Este es el ejemplo de Fernando VII con su usurpador. Los reyes europeos sólo padecen destierro; el ulmen de Chile termina su vida de un modo atroz. "Después de algunos meses —añade Vd.— he hecho muchas reflexiones sobre la situación de los americanos y sus esperanzas futuras; tomo grande interés en sus sucesos, pero me faltan muchos informes relativos a su estado actual y a lo que ellos aspiran; deseo infinitamente saber la política de cada provincia, como también su población, si desean repúblicas o monarquías, si formarán una gran república o una gran monarquía. Toda noticia de esta especie que Vd. pueda darme, o indicarme las fuentes a que debo ocurrir, la estimaré como un favor muy particular.
 " Siempre las almas generosas se interesan en la suerte de un pueblo que se esmera por recobrar los derechos con que el Creador y la naturaleza lo han dotado; y es necesario estar bien fascinado por el error o por las pasiones para no abrigar esta noble sensación: Vd. ha pensado en mi país y se interesa por él; este acto de benevolencia me inspira el más vivo reconocimiento. He dicho la población que se calcula por datos más o menos exactos, que mil circunstancias hacen fallidos sin que sea fácil remediar esta inexactitud, porque los más de los moradores tienen habitaciones campestres, y muchas veces errantes, siendo labradores, pastores, nómadas, perdidos en medio de los espesos e inmensos bosques, llanuras solitarias y aisladas entre lagos y ríos caudalosos. ¿Quién será capaz de formar una estadística completa de semejantes monarcas? Además los tributos que pagan los indígenas; las penalidades de los esclavos; las primicias, diezmos y derechos que pesan sobre los labradores y otros accidentes alejan de sus hogares a los pobres americanos. Esto es sin hacer mención de la guerra de exterminio que ya ha segado cerca de un octavo de la población y ha ahuyentado una gran parte; pues entonces las dificultades son insuperables y el empadronamiento vendrá a reducirse a la mitad del verdadero censo. Todavía es más difícil presentir la suerte futura del Nuevo Mundo, establecer principios sobre su política y casi profetizar la naturaleza del gobierno que llegará a adoptar. Toda idea relativa al porvenir de este país me parece aventurada. ¿Se pudo prever cuando el género humano se hallaba en su infancia, rodeado de tanta incertidumbre, ignorancia y error, cuál sería el régimen que abrazaría para su conservación? ¿Quién se habría atrevido a decir: tal nación será república o monarquía, ésta será pequeña, aquélla grande? En mi concepto, ésta es la imagen de nuestra situación. Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas la artes y ciencias, aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil. Yo considero el estado actual de la América, como cuando desplomado el Imperio Romano cada desmembración formó un sistema político, conforme a sus intereses y situación o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias o corporaciones; con esta notable diferencia, que aquellos miembros dispersos volvían a restablecer sus antiguas naciones con las alteraciones que exigían las cosas o los sucesos; mas nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que por otra parte no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles: en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar éstos a los del país y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores; así nos hallamos en el caso más extraordinario y complicado; no obstante que es una especie de adivinación indicar cuál será el resultado de la línea de política que la América siga, me atrevo a aventurar algunas conjeturas, que, desde luego, caracterizo de arbitrarias, dictadas por un deseo racional y no por un raciocinio probable. La posición de los moradores del hemisferio americano ha sido, por siglos, puramente pasiva: su existencia política era nula. Nosotros estábamos en un grado todavía más bajo de la servidumbre, y por lo mismo con más dificultad para elevarnos al goce de la libertad. Permítame Vd. estas consideraciones para establecer la cuestión. Los estados son esclavos por la naturaleza de su constitución o por el abuso de ella.
Luego un pueblo es esclavo cuando el gobierno, por su esencia o por sus vicios, huella y usurpa los derechos del ciudadano o súbdito. Aplicando estos principios, hallaremos que la América no sólo estaba privada de sus libertad, sino también de la tiranía activa y dominante. Me explicaré. En las administraciones absolutas no se reconocen límites en el ejercicio de las facultades gubernativas: la voluntad del gran sultán, kan, rey y demás soberanos despóticos es la ley suprema y ésta es casi arbitrariamente ejecutada por los bajaes, kanes y sátrapas subalternos de la Turquía y Persia, que tienen organizada una opresión de que participan los súbditos en razón de la autoridad que se les confía. A ellos está encargada la administración civil, militar y política, de rentas y la religión. Pero al fin son persas los jefes de Ispahan, son turcos los visires del Gran Señor, son tártaros los sultanes de la Tartaria. La China no envía a buscar mandatarios militares y letrados al país de Gengis Kan, que la conquistó, a pesar de que los actuales chinos son descendientes directos de los subyugados por los ascendientes de los presentes tártaros. ¡Cuán diferente era entre nosotros! Se nos vejaba con una conducta que además de privarnos de los derechos que nos correspondían, nos dejaba en una especie de infancia permanente con respecto a las transacciones públicas. Si hubiésemos siquiera manejado nuestros asuntos domésticos en nuestra administración interior, conoceríamos el curso de los negocios públicos y su mecanismo, y gozaríamos también de la consideración personal que impone a los ojos del pueblo cierto respeto maquinal que es tan necesario conservar en las revoluciones. He aquí por qué he dicho que estábamos privados hasta de la tiranía activa, pues que no nos era permitido ejercer sus funciones. 

Los americanos, en el sistema español que está en vigor, y quizá con mayor fuerza que nunca, no ocupan otro lugar en la sociedad que el de siervos propios para el trabajo, y cuando más el de simples consumidores; y aún esta parte coartada con restricciones chocantes: tales son las prohibiciones del cultivo de frutos de Europa, el estanco de las producciones que el Rey monopoliza, el impedimento de las fábricas que la misma Península no posee, los privilegios exclusivos del comercio hasta de los objetos de primera necesidad, las trabas entre provincias y provincias americanas, para que no se traten, entiendan, ni negocien; en fin, ¿quiere Vd. saber cuál es nuestro destino?, los campos para cultivar el añil, la grana, el café, la caña, el cacao y el algodón, las llanuras solitarias para criar ganados, los desiertos para cazar las bestias feroces, las entrañas de la tierra para excavar el oro que no puede saciar a esa nación avarienta. Tan negativo era nuestro estado que no encuentro semejante en ninguna otra asociación civilizada, por más que recorro la serie de edades y la política de todas las naciones. Pretender que un país tan felizmente constituido, extenso, rico y populoso, sea meramente pasivo, ¿no es un ultraje y una violación de los derechos de la humanidad? Estábamos, como acabo de exponer, abstraídos y, digámoslo así, ausentes del universo en cuanto es relativo a la ciencia del gobierno y administración del estado. Jamás éramos virreyes ni gobernadores, sino por causas muy extraordinarias; arzobispos y obispos pocas veces; diplomáticos nunca; militares, sólo en calidad de subalternos; nobles, sin privilegios reales; no éramos, en fin, ni magistrados, ni financistas y casi ni aun comerciantes; todo es contravención directa de nuestras instituciones. El emperador Carlos V formó un pacto con los descubridores, conquistadores y pobladores de América, que como dice Guerra, es nuestro contrato social. Los reyes de España convinieron solemnemente con ellos que lo ejecutasen por su cuenta y riesgo, prohibiéndoseles hacerlo a costa de la real hacienda, y por esta razón se les concedía que fuesen señores de la tierra, que organizasen la administración y ejerciesen la judicatura en apelación, con otras muchas exenciones y privilegios que sería prolijo detallar. El Rey se comprometió a no enajenar jamás las provincias americanas, como que a él no tocaba otra jurisdicción que la del alto dominio, siendo una especie de propiedad feudal la que allí tenían los conquistadores para sí y sus descendientes. Al mismo tiempo existen leyes expresas que favorecen casi exclusivamente a los naturales del país originarios de España en cuanto a los empleos civiles, eclesiásticos y de rentas. Por manera que, con una violación manifiesta de las leyes y de los pactos subsistentes, se han visto despojar aquellos naturales de la autoridad constitucional que les daba su código. De cuanto he referido será fácil colegir que la América no estaba preparada para desprenderse de la metrópoli, como súbitamente sucedió, por el efecto de las ilegítimas cesiones de Bayona y por la inicua guerra que la Regencia nos declaró, sin derecho alguno para ello, no sólo por la falta de justicia, sino también de legitimidad. Sobre la naturaleza de los gobiernos españoles, sus decretos conminatorios y hostiles, y el curso entero de su desesperada conducta hay escritos, del mayor mérito, en el periódico "El Español" cuyo autor es el señor Blanco; y estando allí esta parte de nuestra historia muy bien tratada, me limito a indicarlo. Los americanos han subido de repente y sin los conocimientos previos, y, lo que es más sensible, sin la práctica de los negocios públicos, a representar en la escena del mundo las eminentes dignidades de legisladores, magistrados, administradores del erario, diplomáticos, generales y cuantas autoridades supremas y subalternas forman la jerarquía de un estado organizado con regularidad. Cuando las águilas francesas sólo respetaron los muros de la ciudad de Cádiz, y con su vuelo arrollaron los frágiles gobiernos de la Península, entonces quedamos en la orfandad. Ya antes habíamos sido entregados a la merced de un usurpador extranjero; después, lisonjeados con la justicia que se nos debía y con esperanzas halagüeñas siempre burladas; por último, inciertos sobre nuestro destino futuro, y amenazados por la anarquía, a causa de la falta de un gobierno legítimo, justo y liberal, nos precipitamos en el caos de la revolución. En el primer momento sólo se cuidó de proveer a la seguridad interior, contra los enemigos que encerraba nuestro seno. Luego se extendió a la seguridad exterior; se establecieron autoridades que sustituimos a las que acabábamos de deponer, encargadas de dirigir el curso de nuestra revolución y de aprovechar la coyuntura feliz en que nos fuese posible fundar un gobierno constitucional, digno del presente siglo y adecuado a nuestra situación. Todos los nuevos gobiernos marcaron sus primeros pasos con el establecimiento de juntas populares. Estas formaron en seguida reglamentos para la convocación de congresos que produjeron alteraciones importantes. Venezuela erigió un gobierno democrático y federal, declarando previamente los derechos del hombre, manteniendo el equilibrio de los poderes y estatuyendo leyes generales en favor de la libertad civil, de imprenta y otras; finalmente se constituyó un gobierno independiente. La Nueva Granada siguió con uniformidad los establecimientos políticos y cuantas reformas hizo Venezuela, poniendo por base fundamental de su constitución el sistema federal más exagerado que jamás existió; recientemente se ha mejorado con respecto al poder ejecutivo general, que ha obtenido cuantas atribuciones le corresponden. Según entiendo, Buenos Aires y Chile han seguido esta misma línea de operaciones; pero como nos hallamos a tanta distancia, los documentos son tan raros y las noticias tan inexactas, no me animaré ni aun a bosquejar el cuadro de sus transacciones. Los sucesos de México han sido demasiado varios, complicados, rápidos y desgraciados para que se puedan seguir en el curso de su revolución. Carecemos, además, de documentos bastante instructivos, que nos hagan capaces de juzgarlos. Los independientes de México, por lo que sabemos, dieron principio a su insurrección en septiembre de 1810, y un año después ya tenían centralizado su gobierno en Zitácuaro e instalada allí una junta nacional, bajo los auspicios de Fernando VII, en cuyo nombre se ejercían las funciones gubernativas. Por los acontecimientos de la guerra, esta junta se trasladó a diferentes lugares, y es verosímil que se haya conservado hasta estos últimos momentos, con las modificaciones que los sucesos hayan exigido. Se dice que ha creado un generalísimo o dictador, que lo es el ilustre general Morelos; otros hablan del célebre general Rayón; lo cierto es que uno de estos grandes hombres, o ambos separadamente, ejercen la autoridad suprema en aquel país; y recientemente ha aparecido una constitución para el régimen del estado. En marzo de 1812 el gobierno, residente en Zultepec, presentó un plan de paz y guerra al virrey de México, concebido con la más profunda sabiduría. En él se reclamó el derecho de gentes, estableciendo principios de una exactitud incontestable. Propuso la junta que la guerra se hiciese como entre hermanos y conciudadanos, pues que no debía ser más cruel que entre naciones extranjeras; que los derechos de gentes y de guerra, inviolables para los mismos infieles y bárbaros, debían serlo más para cristianos, sujetos a un soberano y a unas mismas leyes; que los prisioneros no fuesen tratados como reos de lesa majestad ni se degollasen los que rendían las armas, sino que se mantuviesen en rehenes para canjearlos; que no se entrase a sangre y fuego en las poblaciones pacíficas, no las diezmasen ni quintasen para sacrificarlas; y concluye que, en caso de no admitirse este plan, se observarían rigurosamente las represalias. Esta negociación se trató con el más alto desprecio; no se dio respuesta a la junta nacional; las comunicaciones originales se quemaron públicamente en la plaza de México, por mano del verdugo, y la guerra de exterminio continuó por parte de los españoles con su furor acostumbrado, mientras que los mexicanos y las otras naciones americanas no la hacían ni aun a muerte con los prisioneros de guerra que fuesen españoles. 

Aquí se observa que por causas de conveniencia, se conservó la apariencia de sumisión al rey y aun a la constitución de la monarquía. Parece que la junta nacional es absoluta en el ejercicio de las funciones legislativas, ejecutivas y judiciales, y el número de sus miembros muy limitado. Los acontecimientos de la Tierra Firme nos han probado que las instituciones perfectamente representativas no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y luces actuales. En Caracas el espíritu del partido tomó su origen en las sociedades, asambleas y elecciones populares; y estos partidos nos tornaron a la esclavitud. Y así como Venezuela ha sido la república americana que más se ha adelantado en sus instituciones políticas, también ha sido el más claro ejemplo de la ineficacia de la forma democrática y federal para nuestros nacientes estados. En Nueva Granada las excesivas facultades de los gobiernos provinciales y la falta de centralización en el general, han conducido aquel precioso país al estado a que se ve reducido en el día. Por esta razón, sus débiles enemigos se han conservado contra todas las probabilidades. 

En tanto que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra ruina. Desgraciadamente estas cualidades parecen estar muy distantes de nosotros en el grado que se requiere; y por el contrario, estamos dominados de los vicios que se contraen bajo la dirección de una nación como la española, que sólo ha sobresalido en fiereza, ambición, venganza y codicia. "Es más difícil —dice Montesquieu— sacar un pueblo de la servidumbre, que subyugar uno libre." Esta verdad está comprobada por los anales de todos los tiempos, que nos muestran las más de las naciones libres sometidas al yugo y muy pocas de las esclavas recobrar su libertad. A pesar de este convencimiento, los meridionales de este continente han manifestado el conato de conseguir instituciones liberales y aun perfectas, sin duda, por efecto del instinto que tienen todos los hombres de aspirar a su mejor felicidad posible; la que se alcanza, infaliblemente, en las sociedades civiles, cuando ellas están fundadas sobre las bases de la justicia, de la libertad y de la igualdad. Pero, ¿seremos nosotros capaces de mantener en su verdadero equilibrio la difícil carga de una república? ¿Se puede concebir que un pueblo recientemente desencadenado se lance a la esfera de la libertad sin que, como a Icaro, se le deshagan las alas y recaiga en el abismo? Tal prodigio es inconcebible, nunca visto. Por consiguiente no hay un raciocinio verosímil que nos halague con esta esperanza. Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por una gran república; como es imposible, no me atrevo a desearlo, y menos deseo una monarquía universal en América, porque este proyecto, sin ser útil, es también imposible. Los abusos que actualmente existen no se reformarían y nuestra regeneración sería infructuosa. Los estados americanos han menester de los cuidados de gobiernos paternales que curen las llagas y las heridas del despotismo y la guerra. La metrópoli, por ejemplo, sería México, que es la única que puede serlo por su poder intrínseco, sin el cual no hay metrópoli. Supongamos que fuese el istmo de Panamá, punto céntrico para todos los extremos de este vasto continente, ¿no continuarían éstos en la languidez y aun en el desorden actual? Para que un solo gobierno dé vida, anime, ponga en acción todos los resortes de la prosperidad pública, corrija, ilustre y perfeccione al Nuevo Mundo, sería necesario que tuviese las facultades de un Dios, y cuando menos las luces y virtudes de todos los hombres. El espíritu de partido que, al presente, agita a nuestros estados se encendería entonces con mayor encono, hallándose ausente la fuente del poder, que únicamente puede reprimirlo. Además los magnates de las capitales no sufrirían la preponderancia de los metropolitanos, a quienes considerarían como a otros tantos tiranos: sus celos llegarían hasta el punto de comparar a éstos con los odiosos españoles. En fin, una monarquía semejante sería un coloso disforme, que su propio peso desplomaría a la menor convulsión. M. de Pradt ha dividido sabiamente a la América en quince a diecisiete estados independientes entre sí, gobernados por otros tantos monarcas. Estoy de acuerdo en cuanto a lo primero, pues la América comporta la creación de diecisiete naciones; en cuanto a lo segundo, aunque es más fácil conseguirlo, es menos útil, y así no soy de la opinión de las monarquías americanas. He aquí mis razones: el interés bien entendido de una república se circunscribe en la esfera de su conservación, prosperidad y gloria. No ejerciendo la libertad imperio, porque es precisamente su opuesto, ningún estimulo excita a los republicanos a extender los términos de su nación, en detrimento de sus propios medios, con el único objeto de hacer participar a sus vecinos de una constitución liberal. Ningún derecho adquieren, ninguna ventaja sacan venciéndolos; a menos que los reduzcan a colonias, conquistas o aliados, siguiendo el ejemplo de Roma. Máximas y ejemplos tales, están en oposición directa con los principios de justicia de los sistemas republicanos; y aun diré más, en oposición manifiesta con los intereses de sus ciudadanos: porque un estado demasiado extenso en sí mismo o por sus dependencias, al cabo viene en decadencia y convierte su forma libre en otra tiránica; relaja los principios que deben conservarla y ocurre, por último, al despotismo. El distintivo de las pequeñas repúblicas es la permanencia, el de las grandes es vario; pero siempre se inclina al imperio. Casi todas las primeras han tenido una larga duración; de las segundas sólo Roma se mantuvo algunos siglos, pero fue porque era república la capital y no lo era el resto de sus dominios, que se gobernaban por leyes e instituciones diferentes. Muy contraria es la política de un rey cuya inclinación constante se dirige al aumento de sus posesiones, riquezas y facultades: con razón, porque su autoridad crece con estas adquisiciones, tanto con respecto a sus vecinos como a sus propios vasallos, que temen en él un poder tan formidable cuanto es su imperio, que se conserva por medio de la guerra y de las conquistas.

 Por estas razones pienso que los americanos ansiosos de paz, ciencias, artes, comercio y agricultura, preferirían las repúblicas a los reinos, y me parece que estos deseos se conforman con las miras de la Europa. No convengo en el sistema federal entre los populares y representativos, por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros; por igual razón rehuso la monarquía mixta de aristocracia y democracia, que tanta fortuna y esplendor ha procurado a la Inglaterra. No siéndonos posible lograr entre las repúblicas y monarquías lo más perfecto y acabado, evitemos caer en anarquías demagógicas, o en tiranías monócratas. Busquemos un medio entre extremos opuestos, que nos conducirían a los mismos escollos, a la infelicidad y al deshonor. Voy a arriesgar el resultado de mis cavilaciones sobre la suerte futura de la América: no la mejor sino la que sea más asequible. Por la naturaleza de las localidades, riquezas, poblaciones y carácter de los mexicanos, imagino que intentarán al principio establecer una república representativa, en la cual tenga grandes atribuciones el poder ejecutivo, concentrándolo en un individuo que si desempeña sus funciones con acierto y justicia, casi naturalmente vendrá a conservar su autoridad vitalicia. Si su incapacidad o violenta administración excita una conmoción popular que triunfe, este mismo poder ejecutivo quizás se difundirá en una asamblea. Si el partido preponderante es militar o aristocrático, exigirá probablemente una monarquía que al principio será limitada y constitucional, y después inevitablemente declinará en absoluta; pues debemos convenir en que nada hay más difícil en el orden político que la conservación de una monarquía mixta; y también es preciso convenir en que sólo un pueblo tan patriota como el inglés es capaz de contener la autoridad de un rey, y de sostener el espíritu de libertad bajo un cetro y una corona. 

Los estados del istmo de Panamá hasta Guatemala formarán quizá una asociación. Esta magnifica posición entre los dos grandes mares podrá ser con el tiempo el emporio del universo; sus canales acortarán las distancias del mundo; estrecharán los lazos comerciales de Europa, América y Asia; traerán a tan feliz región los tributos de las cuatro partes del globo. ¡Acaso sólo allí podrá fijarse algún día la capital de la tierra como pretendió Constantino que fuese Bizancio la del antiguo hemisferio! La Nueva Granada se unirá con Venezuela, si llegan a convenirse en formar una república central, cuya capital sea Maracaibo, o una nueva ciudad que, con el nombre de Las Casas, en honor de este héroe de la filantropía, se funde entre los confines de ambos países, en el soberbio puerto de Bahía-honda. Esta posición, aunque desconocida, es más ventajosa por todos respectos. Su acceso es fácil y su situación tan fuerte que puede hacerse inexpugnable. Posee un clima puro y saludable, un territorio tan propio para la agricultura como para la cría de ganado, y una grande abundancia de maderas de construcción. Los salvajes que la habitan serian civilizados y nuestras posesiones se aumentarían con la adquisición de la Goagira. Esta nación se llamaría Colombia, como un tributo de justicia y gratitud al creador de nuestro hemisferio. Su gobierno podrá imitar al inglés; con la diferencia de que en lugar de un rey, habrá un poder ejecutivo electivo, cuando más vitalicio, y jamás hereditario, si se quiere república; una cámara o senado legislativo hereditario, que en las tempestades políticas se interponga entre las olas populares y los rayos del gobierno, y un cuerpo legislativo, de libre elección, sin otras restricciones que las de la cámara baja de Inglaterra. Esta constitución participaría de todas las formas, y yo deseo que no participe de todos los vicios. Como ésta es mi patria tengo un derecho incontestable para desearle lo que en mi opinión es mejor. 

Es muy posible que la Nueva Granada no convenga en el reconocimiento de un gobierno central, porque es en extremo adicta a la federación; y entonces formará, por sí sola, un estado que, si subsiste, podrá ser muy dichoso por sus grandes recursos de todo género. Poco sabemos de las opiniones que prevalecen en Buenos Aires, Chile y el Perú; juzgando por lo que se transluce y por las apariencias, en Buenos Aires habrá un gobierno central, en que los militares se lleven la primacía por consecuencia de sus divisiones internas y guerras externas. Esta constitución degenerará necesariamente en una oligarquía, o una monocracia con más o menos restricciones, y cuya denominación nadie puede adivinar. Sería doloroso que tal cosa sucediese, porque aquellos habitantes son acreedores a la más espléndida gloria. El reino de Chile está llamado por la naturaleza de su situación, por las costumbres inocentes y virtuosas de sus moradores, por el ejemplo de sus vecinos, los fieros republicanos del Arauco, a gozar de las bendiciones que derraman las justas y dulces leyes de una república. Si alguna permanece largo tiempo en América, me inclino a pensar que será la chilena. Jamás se ha extinguido allí el espíritu de libertad; los vicios de la Europa y del Asia llegarán tarde o nunca a corromper las costumbres de aquel extremo del universo. Su territorio es limitado; estará siempre fuera del contacto inficionado del resto de los hombres; no alterará sus leyes, usos y prácticas; preservará su uniformidad en opiniones políticas y religiosas; en una palabra, Chile puede ser libre. El Perú, por el contrario, encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y liberal: oro y esclavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad: se enfurece en los tumultos o se humilla en las cadenas. Aunque estas reglas serían aplicables a toda la América, creo que con más justicia las merece Lima, por los conceptos que he expuesto y por la cooperación que ha prestado a sus señores contra sus propios hermanos, los ilustres hijos de Quito, Chile y Buenos Aires. Es constante que el que aspira a obtener la libertad a lo menos lo intenta. Supongo que en Lima no tolerarán los ricos la democracia; ni los esclavos y pardos libertos la aristocracia: los primeros preferirán la tiranía de uno solo, por no padecer las persecuciones tumultuarias y por establecer un orden siquiera pacífico. Mucho hará si consigue recobrar su independencia. De todo lo expuesto podemos deducir estas consecuencias: las provincias americanas se hallan lidiando por emanciparse; al fin obtendrán el suceso; algunas se constituirán de un modo regular en repúblicas federales y centrales; se fundarán monarquías casi inevitablemente en las grandes secciones, y algunas serán tan infelices que devorarán sus elementos ya en la actual ya en las futuras revoluciones, que una gran monarquía no será fácil consolidar, una gran república, imposible. 

Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vinculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse; mas no es posible, porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América. ¡Qué bello sería que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún ida tengamos la fortuna de instalar allí un augusto congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios a tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las otras partes del mundo. Esta especie de corporación podrá tener lugar en alguna época dichosa de nuestra regeneración; otra esperanza es infundada, semejante a la del abate St. Pierre, que concibió el laudable delirio de reunir un congreso europeo para decidir de la suerte y de los intereses de aquellas naciones. "Mutaciones importantes y felices —continúa Vd.— pueden ser frecuentemente producidas por efectos individuales." Los americanos meridionales tienen una tradición que dice que cuando Quetzalcóatl, el Hermes o Buda de la América del Sur, resignó su administración y los abandonó, les prometió que volvería después que los siglos desiguales hubiesen pasado, y que él restablecería su gobierno y renovaría su felicidad. ¿Esta tradición no opera y excita una convicción de que muy pronto debe volver? ¿Concibe Vd. cuál será el efecto que producirá si un individuo, apareciendo entre ellos, demostrase los caracteres de Quetzalcóatl, el Buda del bosque, o Mercurio, del cual han hablado tanto las otras naciones? ¿No es la unión todo lo que se necesita para ponerlos en estado de expulsar a los españoles, sus tropas y los partidarios de la corrompida España para hacerlos capaces de establecer un imperio poderoso, con un gobierno libre y leyes benévolas? Pienso como Vd. que causas individuales pueden producir resultados generales; sobre todo en las revoluciones. Pero no es el héroe, gran profeta, o Dios del Anahuac, Quetzalcóatl el que es capaz de operar los prodigiosos beneficios que Vd. propone. Este personaje es apenas conocido del pueblo mexicano, y no ventajosamente, porque tal es la suerte de los vencidos aunque sean dioses. Sólo los historiadores y literatos se han ocupado cuidadosamente en investigar su origen, verdadera o falsa misión, sus profecías y el término de su carrera. Se disputa si fue un apóstol de Cristo o bien pagano. 

Unos suponen que su nombre quiere decir Santo Tomás; otros que Culebra Emplumajada; y otros dicen que es el famoso profeta de Yucatán, Chilam-Balam. En una palabra, los más de los autores mexicanos, polémicos e historiadores profanos, han tratado, con más o menos extensión, la cuestión sobre el verdadero carácter de Quetzalcóatl. El hecho es, según dice Acosta, que él estableció una religión cuyos ritos, dogmas y misterios tenían una admirable afinidad con la de Jesús, y que quizás es la más semejante a ella. No obstante esto, muchos escritores católicos han procurado alejar la idea de que este profeta fuese verdadero, sin querer reconocer en él a un Santo Tomás, como lo afirman otros célebres autores. La opinión general es que Quetzalcóatl es un legislador divino entre los pueblos paganos del Anahuac, del cual era lugarteniente el gran Montezuma, derivando de él su autoridad.

 De aquí se infiere que nuestros mexicanos no seguirían al gentil Quetzalcóatl, aunque apareciese bajo las formas más idénticas y favorables, pues que profesan una religión la más intolerante y exclusiva de las otras. Felizmente los directores de la independencia de México se han aprovechado del fanatismo con el mejor acierto, proclamando la famosa virgen de Guadalupe por reina de los patriotas, invocándola en todos los casos arduos y llevándola en sus banderas. Con esto el entusiasmo político ha formado una mezcla con la religión, que ha producido un fervor vehemente por la sagrada causa de la libertad. La veneración de esta imagen en México es superior a la más exaltada que pudiera inspirar el más diestro profeta. Seguramente la unión es la que nos falta para completar la obra de nuestra regeneración. Sin embargo, nuestra división no es extraña, porque tal es el distintivo de las guerras civiles formadas generalmente entre dos partidos: conservadores y reformadores. Los primeros son, por lo común, más numerosos, porque el imperio de la costumbre produce el efecto de la obediencia a las potestades establecidas; los últimos son siempre menos numerosos, aunque más vehementes e ilustrados. De este modo la masa física se equilibra con la fuerza moral, y la contienda se prolonga siendo sus resultados muy inciertos. Por fortuna, entre nosotros, la masa ha seguido a la inteligencia. Yo diré a Vd. lo que puede ponernos en actitud de expulsar a los españoles y de fundar un gobierno libre: es la unión, ciertamente; mas esta unión no nos vendrá por prodigios divinos, sino por efectos sensibles y esfuerzos bien dirigidos. La América está encontrada entre sí, porque se halla abandonada de todas las naciones; aislada en medio del universo, sin relaciones diplomáticas ni auxilios militares, y combatida por la España, que posee más elementos para la guerra que cuantos nosotros furtivamente podemos adquirir. 

Cuando los sucesos no están asegurados, cuando el estado es débil y cuando las empresas son remotas, todos los hombres vacilan, las opiniones se dividen, las pasiones las agitan y los enemigos las animan para triunfar por este fácil medio. Luego que seamos fuertes, bajo los auspicios de una nación liberal que nos preste su protección, se nos verá de acuerdo cultivar las virtudes y los talentos que conducen a la gloria; entonces seguiremos la marcha majestuosa hacia las grandes prosperidades a que está destinada la América meridional; entonces las ciencias y las artes que nacieron en el Oriente y han ilustrado la Europa, volarán a Colombia libre, que las convidará con un asilo. Tales son, señor, las observaciones y pensamientos que tengo el honor de someter a Vd. para que los rectifique o deseche, según su mérito, suplicándole se persuada que me he atrevido a exponerlos, más por no ser descortés, que porque me crea capaz de ilustrar a Vd. en la materia. Soy de Vd. etc., etc., etc. Simón Bolívar

MANIFIESTO DE CARTAGENA

Manifiesto de Cartagena 


Memoria dirigida a los ciudadanos de la Nueva Granada 
por un caraqueño. 

15 de diciembre de 1812 

[Conciudadanos] 

Libertar a la Nueva Granada de la suerte de Venezuela y redimir a ésta de la que padece, 
son los objetos que me he propuesto en esta memoria. Dignaos, oh mis conciudadanos, 
de aceptarla con indulgencia en obsequio de miras tan laudables. 

Yo soy, granadinos, un hijo de la infeliz Caracas, escapado prodigiosamente de en 
medio de sus ruinas físicas y políticas, que siempre fiel al sistema liberal y justo que 
proclamó mi patria, he venido a seguir los estandartes de la independencia, que tan 
gloriosamente tremolan en estos Estados. 

Permitirme que animado de un celo patriótico me atreva a dirigirme a vosotros, para 
indicaros ligeramente las causas que condujeron a Venezuela a su destrucción, 
lisonjiándome que las terribles y ejemplares lecciones que ha dado aquella extinguida 
República, persuadan a la América a mejorar su conducta, corrigiendo los vicios de 
unidad, solidez y energía que se notan en sus gobiernos. 

El más consecuente error que cometió Venezuela al presentarse en el teatro político fue, 
sin contradicción, la fatal adopción que hizo del sistema tolerante; sistema improvisado 
como débil y ineficaz, desde entonces, por todo el mundo sensato, y tenazmente 
sostenido hasta los últimos períodos, con una ceguedad sin ejemplo. 

Las primeras pruebas que dio nuestro gobierno de su insensata debilidad, las manifestó 
con la ciudad subalterna de Coro, que denegándose a reconocer su legitimidad, la 
declaró insurgente, y la hostilizó como enemigo. La Junta Suprema en lugar de 
subyugar aquella indefensa ciudad, que estaba rendida con presentar nuestras fuerzas 
marítimas delante de su puerto, la dejó fortificar y tomar una actitud tan respetable que 
dejó subyugar después la confederación entera, con casi igual facilidad que la que 
teníamos nosotros anteriormente para vencerla, fundando la Junta su política en los 
principios de humanidad mal entendida que no autorizan a ningún gobierno para ser por 
la fuerza libres a los pueblos estúpidos que desconocen el valor de sus derechos. 

Los códigos que consultaban nuestros magistrados no eran los que podían enseñarles la 
ciencia práctica del Gobierno, sino los que han formado ciertos buenos visionarios que, 
imaginándose repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, 
presuponiendo la perfectibilidad del linaje humano. Por manera que tuvimos filósofos 
por jefes, filantropía por legislación, dialéctica por táctica, y sofistas por soldados. Con 
semejante subversión de principios y de cosas, el orden social se sintió extremadamente 
conmovido, y desde luego corrió el Estado a pasos agigantados a una disolución 
universal que bien pronto se vio realizada. 


De aquí nació la impunidad de los delitos de Estado cometidos descaradamente por los 
descontentos, y particularmente por nuestros natos e implacables enemigos los 
españoles europeos, que maliciosamente se habían quedado en nuestro país, para tenerlo 
incesantemente inquieto y promover cuantas conjuraciones les permitían formar 
nuestros jueces, perdonándolos siempre, aun cuando sus atentados eran tan enormes, 
que se dirigían contra la salud pública. 

La doctrina que apoyaba esta conducta tenía su origen en las máximas filantrópicas de 
algunos escritores que defienden la no residencia de facultad en nadie para privar de la 
vida a un hombre, aun en el caso de haber delinquido éste en el delito de lesa patria. Al 
abrigo de esta piadosa doctrina, a cada conspiración sucedía un perdón, y a cada perdón 
sucedía otra conspiración que se volvía a perdonar; porque los gobiernos liberales deben 
distinguirse por la clemencia. ¡Clemencia criminal, que contribuyó más que nada a 
derribar la máquina que todavía habíamos enteramente concluido! 

De aquí vino la oposición decidida a levantar tropas veteranas, disciplinadas y capaces 
de presentarse en el campo de batalla, ya instruidas, a defender la libertad con suceso y 
gloria. Por el contrario, se establecieron innumerables cuerpos de milicias 
indisciplinadas, que además de agotar las cajas del erario nacional con los sueldos de la 
plana mayor, destruyeron la agricultura, alejando a los paisanos de sus lugares e 
hicieron odioso el Gobierno que obligaba a éstos a tomar las armas y a abandonar sus 
familias. 

Las repúblicas, decían nuestros estadistas, no han menester de hombres pagados para 
mantener su libertad. Todos los ciudadanos serán soldados cuando nos ataque el 
enemigo. Grecia, Roma, Venecia, Génova, Suiza, Holanda, y recientemente el Norte de 
América, vencieron a sus contrarios sin auxilio de tropas mercenarias siempre prontas a 
sostener el despotismo y a subyugar a sus conciudadanos. 

Con estos antipolíticos e inexactos raciocinios fascinaban a los simples; pero no 
convencían a los prudentes que conocían bien la inmensa diferencia que hay entre los 
pueblos, los tiempos y las costumbres de aquellas repúblicas y las nuestras. Ellas, es 
verdad que no pagaban ejércitos permanentes; mas era porque en la antigüedad no los 
había, y sólo confiaban la salvación y la gloria de los Estados, en sus virtudes políticas, 
costumbres severas y carácter militar, cualidades que nosotros estamos muy distantes de 
poseer. Y en cuanto a las modernas que han sacudido el yugo de sus tiranos, es notorio 
que han mantenido el competente número de veteranos que exige su seguridad; 
exceptuando al Norte de América, que estando en paz con todo el mundo y guarnecido 
por el mar, no ha tenido por conveniente sostener en estos últimos años el completo de 
tropa veterana que necesita para la defensa de sus fronteras y plazas. 

El resultado probó severamente a Venezuela el error de su cálculo, pues los milicianos 
que salieron al encuentro del enemigo, ignorando hasta el manejo del arma, y no 
estando habituados a la disciplina y obediencia, fueron arrollados al comenzar la última 
campaña, a pesar de los heroicos y extraordinarios esfuerzos que hicieron sus jefes por 
llevarlos a la victoria. Lo que causó un desaliento general en soldados y oficiales, 
porque es una verdad militar que sólo ejércitos aguerridos son capaces de sobreponerse 
a los primeros infaustos sucesos de una campaña. El soldado bisoño lo cree todo 
perdido, desde que es derrotado una vez, porque la experiencia no le ha probado que el 
valor, la habilidad y la constancia corrigen la mala fortuna. 


La subdivisión de la provincia de Caracas, proyectada, discutida y sancionada por el 
Congreso Federal, despertó y fomentó una enconada rivalidad en las ciudades y lugares 
subalternos, contra la capital; ?la cual, decían los congresales ambiciosos de dominar en 
sus distritos, era la tirana de las ciudades y la sanguijuela del Estado?. De este modo se 
encendió el fuego de la guerra civil en Valencia, que nunca se logró apagar con la 
reducción de aquella ciudad; pues conservándolo encubierto, lo comunicó a las otras 
limítrofes, a Coro y Maracaibo; y éstas entablaron comunicaciones con aquéllas, 
facilitaron, por este medio, la entrada de los españoles que trajo consigo la caída de 
Venezuela. 

La disipación de las rentas públicas en objetos frívolos y perjudiciales, y 
particularmente en sueldos de infinidad de oficinistas, secretarios, jueces, magistrados, 
legisladores, provinciales y federales, dio un golpe mortal a la República, porque la 
obligó a recurrir al peligroso expediente de establecer el papel moneda, sin otras 
garantías que las fuerzas y las rentas imaginarias de la confederación. Esta nueva 
moneda pareció a los ojos de los más, una violación manifiesta del derecho de 
propiedad, porque se conceptuaban despojados de objetos de intrínseco valor, en 
cambio de otros cuyo precio era incierto y aun ideal. El papel moneda remató el 
descontento de los estólidos pueblos internos, que llamaron al comandante de las tropas 
españolas, para que viniese a librarlos de una moneda que veían con más horror que la 
servidumbre. 

Pero lo que debilitó más el Gobierno de Venezuela fue la forma federal que adoptó, 
siguiendo las máximas exageradas de los derechos del hombre, que autorizándolo para 
que se rija por S mismo, rompe los pactos sociales y constituye a las naciones en 
anarquía. Tal era el verdadero estado de la Confederación. Cada provincia se gobernaba 
independientemente; y a ejemplo de éstas, cada ciudad pretendía iguales facultades 
alegando la práctica de aquéllas, y la teoría de que todos los hombres y todos los 
pueblos gozan de la prerrogativa de instituir a su antojo el gobierno que les acomode. 

El sistema federal, bien que sea el más perfecto y más capaz de proporcionar la felicidad 
humana en sociedad, es, no obstante, el más opuesto a los intereses de nuestros 
nacientes estados. Generalmente hablando, todavía nuestros conciudadanos no se hallan 
en aptitud de ejercer por S mismos y ampliamente sus derechos; porque carecen de las 
virtudes políticas que caracterizan al verdadero republicano; virtudes que no se 
adquieren en los gobiernos absolutos, en donde se desconocen los derechos y los 
deberes del ciudadano. 

Por otra parte, ¿qué país del mundo, por morigerado y republicano que sea, podrá, en 
medio de las facciones intestinas y de una guerra exterior, regirse por un gobierno tan 
complicado y débil como el federal? No es posible conservarlo en el tumulto de los 
combates y de los partidos. Es preciso que el Gobierno se identifique, por decirlo así, el 
carácter de las circunstancias, de los tiempos y de los hombres que lo rodean . Si éstos 
son prósperos y serenos, él debe ser dulce y protector; pero si con calamitosos y 
turbulentos, él debe mostrarse terrible y armarse de una firmeza igual a los peligros, sin 
atender a las leyes, ni constituciones, ínterin no se restablece la felicidad y la paz. 

Caracas tuvo mucho que padecer por defecto de la confederación, que lejos de 
socorrerla le agotó sus caudales y pertrechos; y cuando vino el peligro la abandonó a su 


suerte, sin auxiliarla con el menor contingente. Además, le aumentó sus embarazos 
habiéndose empeñado una competencia entre el poder federal y el provincial, que dio 
lugar a que los enemigos llegasen al corazón del Estado, antes que se resolviese la 
cuestión de si deberían salir las tropas federales o provinciales, o rechazarlos cuando ya 
tenían ocupada una gran porción de la Provincia. Esta fatal contestación produjo una 
demora que fue terrible para nuestras armas. Pues las derrotaron en San Carlos sin que 
les llegasen los refuerzos que esperaban para vencer. 

Yo soy de sentir que mientras no centralicemos nuestros gobiernos americanos, los 
enemigos obtendrán las más completas ventajas; seremos indefectiblemente envueltos 
en los horrores de las disensiones civiles, y conquistados vilipendiosamente por ese 
puñado de bandidos que infestan nuestras comarcas. 

Las elecciones populares hechas por los rústicos del campo y por los intrigantes 
moradores de las ciudades, añaden un obstáculo más a la práctica de la federación entre 
nosotros, porque los unos son tan ignorantes que hacen sus votaciones maquinalmente, 
y los otros tan ambiciosos que todo lo convierten en facción; por lo que jamás se vio en 
Venezuela una votación libre y acertada, lo que ponía al gobierno en manos de hombres 
ya desafectos a la causa, ya ineptos, ya inmorales. El espíritu de partido decidía en todo, 
y por consiguiente nos desorganizó más de lo que las circunstancias hicieron. Nuestra 
división, y no las armas españolas, nos tornó a la esclavitud. 

El terremoto del 26 de marzo trastornó, ciertamente, tanto lo físico como lo moral, y 
puede llamarse propiamente la causa inmediata de la ruina de Venezuela; mas este 
mismo suceso habría tenido lugar, sin producir tan mortales efectos, si Caracas se 
hubiera gobernado entonces por una sola autoridad, que obrando con rapidez y vigor 
hubiese puesto remedio a los daños, sin trabas ni competencias que retardando el efecto 
de las providencias dejaban tomar al mal un incremento tan grande que lo hizo 
incurable. 

Si Caracas, en lugar de una confederación lánguida e insubsistente, hubiese establecido 
un gobierno sencillo, cual lo requería su situación política y militar, tú existieras ¡Oh 
Venezuela! y gozaras hoy de tu libertad. 

La influencia eclesiástica tuvo, después del terremoto, una parte muy considerable en la 
sublevación de los lugares y ciudades subalternas, y en la introducción de los enemigos 
en el país, abusando sacrílegamente de la santidad de su ministerio en favor de los 
promotores de la guerra civil. Sin embargo, debemos confesar ingenuamente que estos 
traidores sacerdotes se animaban a cometer los execrables crímenes de que justamente 
se les acusa porque la impunidad de los delitos era absoluta, la cual hallaba en el 
Congreso un escandaloso abrigo, llegando a tal punto esta injusticia que de la 
insurrección de la ciudad de Valencia, que costo su pacificación cerca de mil hombres, 
no se dio a la vindicta de las leyes un solo rebelde, quedando todos con vida, y los mas 
con sus bienes. 

De lo referido se deduce que entre las causas que han producido la caída de Venezuela, 
debe colocarse en primer lugar la naturaleza de su constitución, que, repito, era tan 
contraria a sus intereses como favorables a los de sus contrarios. En segundo, el espíritu 


de misantropía que se apoderó de nuestros gobernantes. Tercero: la oposición al 
establecimiento de un cuerpo militar que salvase la República y repeliese los choques 
que le daban los españoles. Cuarto: El terremoto acompañado del fanatismo que logró 
sacar de este fenómeno los más importantes resultados; y últimamente las facciones 
internas que en realidad fueron el mortal veneno que hicieron descender la patria al 
sepulcro. 

Estos ejemplos de errores e infortunios no serán enteramente inútiles para los pueblos 
de la América meridional, que aspiran a la libertad e independencia. 

La Nueva Granada ha visto sucumbir a Venezuela; por consiguiente debe evitar los 
escollos que han destrozado a aquella. A este efecto presento como una medida 
indispensable para la seguridad de la Nueva Granada la reconquista de Caracas. A 
primera vista parecerá este proyecto inconducente, costoso y quizá impracticable; pero 
examinando atentamente con ojos previsivos, y una meditación profunda, es imposible 
desconocer su necesidad como dejar de ponerlo en ejecución, probada la utilidad. 

Lo primero que se presenta en apoyo de esta operación es el origen de la destrucción de 
Caracas, que no fue otro que el desprecio con que miró aquella ciudad la existencia de 
un enemigo que parecía pequeño, y no lo era considerándolo en su verdadera luz. 

Coro ciertamente no habría podido nunca entrar en competencia con Caracas, si la 
comparamos, en sus fuerzas intrínsecas, con ésta; más como en el orden de las 
vicisitudes humanas no es siempre la mayoría de la masa física la que decide, sino que 
es la superioridad de la fuerza moral la que inclina hacia sí la balanza política, no debió 
el Gobierno de Venezuela, por esta razón, haber descuidado la extirpación de un 
enemigo, que aunque aparentemente débil tenía por auxiliares a la Provincia de 
Maracaibo; a todas las que obedecen a la Regencia; el oro y la cooperación de nuestros 
eternos contrarios, los europeos que viven con nosotros; el partido clerical, siempre 
adicto a su apoyo y compañero el despotismo; y sobre todo, la opinión inveterada de 
cuantos ignorantes y supersticiosos contienen los límites de nuestros estados. Así fue 
que apenas hubo un oficial traidor que llamase al enemigo, cuando se desconcertó la 
máquina política, sin que los inauditos y patrióticos esfuerzos que hicieron los 
defensores de Caracas, lograsen impedir la caída de un edificio ya desplomado por el 
golpe que recibió de un solo hombre. 

Aplicando el ejemplo de Venezuela a la Nueva Granada y formando una proporción, 
hallaremos que Coro es a Caracas como Caracas es a la América entera; 
consiguientemente el peligro que amenaza a este país está en razón de la anterior 
progresión, porque poseyendo la España el territorio de Venezuela, podrá con facilidad 
sacarle hombres y municiones de boca y guerra, para que bajo la dirección de jefes 
experimentados contra los grandes maestros de la guerra, los franceses, penetren desde 
las Provincias de Barinas y Maracaibo hasta los últimos confines de la América 
meridional. 

La España tiene en el día gran número de oficiales generales, ambiciosos y audaces, 
acostumbrados a los peligros y a las privaciones, que anhelan por venir aquí, a buscar 
un imperio que reemplace el que acaban de perder. 


Es muy probable que al expirar la Península, haya una prodigiosa emigración de 
hombres de toda clase, y particularmente de cardenales, arzobispos, obispos, canónigos 
y clérigos revolucionarios, capaces de subvertir, no sólo nuestros tiernos y lánguidos 
estados, sino de envolver el Nuevo Mundo entero en una espantosa anarquía. La 
influencia religiosa, el imperio de la dominación civil y militar, y cuantos prestigios 
pueden obrar sobre el espíritu humano, serán otros tantos instrumentos de que se 
valdrán para someter estas regiones. 


Nada se opondrá a la emigración de España. Es verosímil que la Inglaterra proteja la 
evasión de un partido que disminuye en parte las fuerzas de Bonaparte en España, y trae 
consigo el aumento y permanencia del suyo en América. La Francia no podrá impedirla; 
tampoco Norteamérica; y nosotros menos aún pues careciendo todos de una marina 
respetable, nuestras tentativas serán vanas. 


Estos tránsfugos hallarán ciertamente una favorable acogida en los puertos de 
Venezuela, como que vienen a reforzar a los opresores de aquel país y los habilitan de 
medios para emprender la conquista de los estados independientes. 


Levantarán quince o veinte mil hombres que disciplinarán prontamente con sus jefes, 
oficiales, sargentos, cabos y soldados veteranos. A este ejército seguirá otro todavía más 
temible de ministros, embajadores, consejeros, magistrados, toda la jerarquía 
eclesiástica y los grandes de España, cuya profesión es el dolo y la intriga, 
condecorados con ostentosos títulos, muy adecuados para deslumbrar a la multitud; que 
derramándose como un torrente, lo inundará todo arrancando las semillas y hasta las 
raíces del árbol de la libertad de Colombia. Las tropas combatirán en el campo; y éstos, 
desde sus gabinetes, nos harán la guerra por los resortes de la seducción y del fanatismo. 


Así pues, no queda otro recurso para precabernos de estas calamidades, que el de 
pacificar rápidamente nuestras provincias sublevadas, para llevar después nuestras 
armas contra las enemigas; y formar de este modo soldados y oficiales dignos de 
llamarse las columnas de la patria. 


Todo conspira a hacernos adoptar esta medida; sin hacer mención de la necesidad 
urgente que tenemos de cerrarle las puertas al enemigo, hay otras razones tan poderosas 
para determinarnos a la ofensiva, que sería una falta militar y política inexcusable, dejar 
de hacerlo. Nosotros nos hallamos invadidos, y por consiguiente forzados a rechazar al 
enemigo más allá de la frontera. Además, es un principio del arte que toda guerra 
defensiva es perjudicial y ruinosa para el que la sostiene; pues lo debilita sin esperanza 
de indemnizarlo; y que las hostilidades en el territorio enemigo siempre son 
provechosas, por el bien que resulta del mal del contrario; así, no debemos, por ningún 
motivo, emplear la defensiva. 


Debemos considerar también el estado actual del enemigo, que se halla en una posición 
muy crítica, habiéndoselas desertado la mayor parte de sus soldados criollos; y teniendo 
al mismo tiempo que guarnecer las patrióticas ciudades de Caracas, Puerto Cabello, La 
Guaira, Barcelona, Cumaná y Margarita, en donde existen sus depósitos, sin que se 
atrevan a desamparar estas plazas, por temor de una insurrección general en el acto de 



separarse de ellas. De modo que no sería imposible que llegasen nuestras tropas hasta 
las puertas de Caracas, sin haber dado una batalla campal. 

Es una cosa positiva que en cuanto nos presentemos en Venezuela, se nos agregan 
millares de valerosos patriotas, que suspiran por vernos parecer, para sacudir el yugo de 
sus tiranos y unir sus esfuerzos a los nuestros en defensa de la libertad. 

La naturaleza de la presente campaña nos proporciona la ventaja de aproximarnos a 
Maracaibo por Santa Marta, y a Barinas por Cúcuta. Aprovechemos, pues, instantes tan 
propicios; no sea que los refuerzos que incesantemente deben llegar de España, cambien 
absolutamente el aspecto de los negocios y perdamos, quizás para siempre, la dichosa 
oportunidad de asegurar la suerte de estos estados. El honor de la Nueva Granada exige 
imperiosamente escarmentar a esos osados invasores, persiguiéndolos hasta sus últimos 
atrincheramientos. Como su gloria depende de tomar a su cargo la empresa de marchar 
a Venezuela, a libertar la cuna de la independencia colombiana, sus mártires y aquel 
benemérito pueblo caraqueño, cuyos clamores sólo se dirigen a sus amados 
compatriotas los granadinos, que ellos aguardan con una mortal impaciencia, como a 
sus redentores. Corramos a romper las cadenas de aquellas víctimas que gimen en las 
mazmorras, siempre esperando su salvación de vosotros; no burléis su confianza; no 
seáis insensibles a los lamentos de vuestros hermanos. Id veloces a vengar al muerto, a 
dar vida al moribundo, soltura al oprimido, y libertad a todos. 

Cartagena de Indias, diciembre 15 de 1812. 

Simón Bolívar